Agosto 2013
Segundo
día. Mucho más tranquilo. Van Gogh me espera. Paso la mañana
recuperándome del día
anterior. Voy a visitar el Vundelpark, un parque que está al ladito
de mi hostal. Una maravilla. Me
habían dicho que no se puede fumar mota en lugares públicos pero en
el parque había gente fumando.
Como yo quería ir bien arreglado a ver a Van Gogh, me instalé bajo
un árbol y prendí
el cigarro que no me acabé el día anterior. Volví a la órbita. Vi
pasar a la gente, vi los árboles
moviéndose, vi las nubes, vi un cielo azul, vi la elegancia de las holandesas en bicicleta. Derechitas,
todas ellas. Hermosas, radiantes. Wake
up!
Hay que moverse. Me dirijo al museo. Después
de una larga espera haciendo fila, entro. Mucha gente. Hay un
autoretrato justo a la entrada
y no hay manera de verlo en paz, todos queremos verlo. Me alejo un
poco. Me detengo frente
a un cuadro. Un llano, nubes anunciando una tormenta, una iglesia al
fondo, pequeñita, y
un rayo de luz sobre ella. Era la primera época de Van Gogh, devoto,
religioso, el mensaje estaba
claro. Pasé más tiempo en este cuadro que en cualquier otro.
Después, todo lo demás. Uff,
es demasiado. Me cansé. Van Gogh se repite o yo no veo la sutileza
de su genialidad. Termino
un poco molesto. ¿Porqué tanto escándalo por este tipo? ¿Qué es
lo que lo hace tan famoso?
¿Su trabajo? ¿Su locura? ¿Su suicidio? Todo junto, sin duda. Mi
pobre visión no alcanza a
ver más allá de unos trazos gruesos y violentos y unos colores que
deslumbran; sí, pero ¿y luego?
¡Ay, Van Gogh, no te entiendo!
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