Enero 2014
Una
larga espera y un nuevo rencuentro. La princesa Malèna, acompañada
de su corte, vuelve
a tierras francesas. Y no atraviesas el Atlántico sólo para visitar
Tu Lus, ¿cierto?
Ella
y yo nos lanzamos a Lisboa.
La princesa Malèna y su castillo al fondo
Es
una excelente idea pasar la última noche del año con los
madridnicks pero no es tan buena idea
salir del hostal el primero del año a las once de la mañana para
tomar el tren a Lisboa por la
noche del mismo día. Uno debería poder disfrutar la cruda en paz,
¿no?
La cruda
Como
sea, llegamos. Un clima hostil nos recibió. Según cuentan, Lisboa
es paradisiaco... sólo en temporada.
Entramos a un cafecito a tomar café. Con el mejor de los acentos
pedimos nuestras bebidas.
Una lluvia ligera y constante acariciaba a la ciudad. Impermeables
puestos, empezamos nuestro
recorrido. Desde Santa Apolonia hasta la plaza principal de Lisboa (ahí por donde han
caminado emperadores) no hay mucha distancia. La lluvia nos obligó a
refugiarnos en el museo
de historia de Lisboa.
Horas
después caminamos por calles llenas de turistas (la zona de Lisboa
que un terremoto convirtió
en una cuadrícula). El hambre y nuestra guía
rutarda nos
llevó a un buffet bara bara en el que
nos hartamos. Acto seguido seguimos el camino largo hacia nuestro
hotel en el que descansamos
un poco, entre otras cosas. Todavía tuvimos energía para dar un
paseo por la noche
en el que nos encontramos con una panadería-cafetería en la que nos
echamos unos ricos
panecitos acompañados de un chocolate calientito.
Un
día bastó para darnos cuenta de que, a pesar de ser una capital
europea, Lisboa tiene cosas
que no tienen otras capitales de este continente. O tal vez sólo
una: la
gente sonríe.
Al
día siguiente, al tranvía 28. Una larga espera para dar un paseo
por la ciudad en un mítico vagón.
La verdad este legendario paseo tiene más magia en la pantalla de un
cine que en el
recorrido real. Nos bajamos enmedio de la nada, entramos a un jardín,
encontramos un café
que vendía empanadas (¡deliciosas!) y ahí comimos. Despuesito
caminamos hacia un cementerio
en el que profanamos el agua que estaba dedicada a los sedientos
muertos. Y
de ahí, hacia abajo, luego hacia arriba. Y sin querer queriendo
llegamos a una zona de
antros. Mira qué
casualidad...
Hacia arriba
Eran las once de la noche y no había nadie. Entramos a
un bar, una
cerveza y adiós. Y así sucesivamente. Dimos una gran vuelta (una
gran vuelta que incluyó visitas
a bares llenos de ositos de peluche y a bares digamos artistoides) y, algunas horas después,
volvimos al punto inicial. ¡Ah,
la cosa cambió! Es muy extraño pero la fiesta en
esa zona de Lisboa empieza después de medianoche. Antes no hay nada:
una Cenicienta
al revés. Bebimos hasta que nos cansamos. La zona inicial está
repleta de
minibares. El objetivo no es meterse al bar y beber, más bien se
trata de comprar bebidas
y caminar por la calle mientras te las tomas. Simplemente encantador. De
vuelta a nuestro hotel, unos tipos nos ofrecieron drogas. No fue la
primera vez, durante todo
el viaje esto fue una constante.
Un
día más. Ahora nos dirigimos al museo de azulejos. En nuestro mapa
de turistas el mentado
museo no parecía lejos de Santa Apolonia. Error. Y a eso hay que
agregarle una
lluvia fina o, dicho de otra manera, una lluvia chingaquedito. Del
museo recuerdo sobre
todo el restaurante: ¡ah, qué rico comimos! De ahí al fado. Una
maravilla. Pagar por
ver un espectáculo de esos es impensable. Pero el museo dedicado a
esta expresión musical
tan típicamente lisboeta es perfectamente abordable y altamente
gozable. ¡Qué
voces, cuánta pasión! Justo enfrente del museo se asoma un pasadizo
tan intrigante
como inquietante. Y subimos...
Última
noche de hotel. Cargados, vamos al encuentro de nuestro último día
en Lisboa. No
parece Europa pero las cosas funcionan como si estuvieras ahí.
¡Poseidón, allá vamos!
Y allá fuimos.
Santa
Apolonia, Santísima Apolonia, llévanos a casa.